BÚSQUEDA.
La encontré hace toda una vida, al principio del camino, vestida de ilusión y de alegría. Reía entusiasmada, agradeciendo el buen tiempo y diciendo que el día se presentaba luminoso.
Yo no entendía nada. ¿Por qué luminoso, si la niebla no me dejaba ver ni medio metro delante de mis narices?
Pero a ella, por algún misterioso motivo, la veía. Ni siquiera supe si la veía o la presentía. No entendí nunca de qué manera supe que era Violeta.
Me rozó apenas con una mano tibia, me miró directo a los ojos y desapareció.
En ese momento comprendí que la niebla existía solamente en mis ojos. La retiré con mis manos bastante temblorosas y cuando se convirtió en una cadena húmeda que me aprisionaba el alma, supe que eran mis miedos disfrazados de partículas de agua. Esos miedos, ancestrales, incomprensibles, me limitaban en mi capacidad de disfrutar de la vida, de reír, de sentir... Nadie se daba cuenta, pero mi atadura invisible se hacía cada vez más fuerte, más consistente.
Pasó algo así como un cuarto de vida, y volví a encontrar a la extraña visitante. Entonces las dos ya éramos adolescentes y la cadena húmeda seguía anudada en mi interior.
Esa tardecita, toda cubierta de luz azulada, Violeta me tomó de la mano y sin decirnos palabra comenzamos a flotar. En pocos segundos nos posamos suavemente en el patio de mi casa de campo, donde viví hasta los quince años.
A pesar de ser pleno invierno, me ahogaba el perfume de los paraísos, de la glicina y los azahares que plantaron mis viejitos ausentes ya por siempre. Ví a mi mamá arreglando una rama rebelde de la glicina que escapaba siempre de la glorieta. Escuché que hablaba con mi papá, pero no entendía lo que decían. Él regaba sus claveles amarillos. Como una chiquilla alegre, corrí hacia ellos con los brazos abiertos, listos para el abrazo. Pero no me vieron, ni me tocaron, ni me escucharon...
Lo curioso es que el eco de esas voces quedó grabado en mi memoria, y aún me sigue acompañando; no olvido su acento tan querido, percibido por última vez en aquel instante.
De pronto, me encontré sola, abriendo la puerta de la casa donde vivo ahora. Un perfume a paraísos, a glicinas, a azahares y claveles, añorado por mí en cada primavera, inundaba cada rincón de mi hogar. Y ahí, sobre mis libros, un ramito colorido parecía estar esperándome. A pesar de la oscuridad de la casa, lo veía claramente. Milagro de amor y de cariño de mis viejos, más allá de los umbrales de la vida y del tiempo...
Me acordé de Violeta, y cada día, y cada mes, y cada año, la busqué casi con desesperación. Necesitaba de ella, de un modo inexplicable y urgente.
Después, simplemente, la fui olvidando de puro cansancio.
Llegaron los hijos, las obligaciones, el trabajo, la gente, la vida, más, más y más... De ella, ni noticias.
Y hoy, sin quererlo y casi sin recordarla, simplemente la encontré. No me sorprendió ni me maravilló demasiado.
Violeta estaba en mi espejo, con el cepillo de dientes en la mano, igual que yo. Igual que yo, estiró los dedos hasta tocar el vidrio.
Al mirarla directo a los ojos descubrí que venía con el alma cargada de vida, de recuerdos, de penas, de esperanzas... Miré mi pecho, noté que un pequeño remolino de luz azulada desaparecía bajo mi piel y sentí un calorcito reconfortante cerca del corazón, lo más parecido a las manos de mi mamá que pude encontrar en la última parte de mi sendero. La cadena húmeda de los miedos que me apretaba el alma, se evaporó lentamente.
En ese instante supe con certeza que Violeta había estado siempre conmigo, en mí, al alcance de mis sentimientos, esperando que la reencontrara. Y lo más maravilloso: ella era y es mi esencia, construida con mi propia e intangible sustancia espiritual.
Descubrí entonces que los que llegaron después, esposo, hijos, amigos, todos mis seres queridos son mi compañía. Los amo entrañablemente, pero Violeta, solamente Violeta, puede atravesar las fronteras de mi mundo interior y regalarme la aventura simple y cotidiana de los recuerdos y de los sueños.